“Lucas y su lucecita”

– por Juana Ferguson-

Aquel invierno había encontrado a todas las familias dentro de sus casas. Los hogares se alimentaban de los crujientes leños y el frío y la oscuridad abarcaban todo.

Lucas no sabía bien qué le sucedía, sabía que extrañaba a su abuela, que tenía ganas de jugar con Jazmín en el patio de la escuela, que la brisa a través de la ventana no alcanzaba. Sobre todo, sabía que quería salir y no se podía. ¿Por qué? Porque afuera estaba todo oscuro. Semanas atrás, una espesa niebla había cubierto las calles, las casas, los monumentos, las escuelas. De una mañana a la otra, no se podía ver ni la palma de la mano frente al propio rostro.

Desde ese momento, Lucas se había tenido que quedar en su casa; papá y mamá trabajaban desde su propia oficina (en realidad solía ser el living), pero ahora era un mundo de papeles desparramados y cables enroscados en los enchufes. Lucas estaba terriblemente aburrido…

En la radio y la televisión todos los días aparecían las mismas noticias, que un gato se había subido a un árbol pero que al no poder ver en qué rama se encontraba, hacía más de tres días que maullaba sin consuelo. Que en plena época donde las rosas de invierno florecían a todo color, no se podía disfrutar del paisaje porque la niebla oscura lo cubría todo.

Lucas pensó en su amigo Sebastián y en los días que jugaban a la luz del sol sobre la rama más alta del nogal de la escuela, especialmente cuando habían jugado a que el árbol entero era un barco pirata que volaba sobre la tierra y que las piedras eran pirañas sin dientes. Cuando recordó a su amigo, un calorcito le recorrió el cuerpo y sobre la punta de los dedos sintió un cosquilleo y una tenue lucecita nació en el centro de su mano. Al principio se sorprendió, pero luego recordó las clases de música en el aula y la lucecita comenzó a crecer.

Al otro lado del pueblo, Sebastián dibujaba un tiburón con sus crayones de colores, cuando de repente, un cosquilleo le recorrió el centro de la mano y al instante, el recuerdo de sus juegos con Lucas lo abrazó. Con cariño (y también un poco de sorpresa) observó su mano izquierda, donde una pequeña lucecita comenzaba a brillar. En ese momento, se acordó de su tío preferido, Matías, que lo hacía reír tanto con sus chistes, que Sebastián tenía muchas veces que agarrarse la panza con ambos brazos.

Matías se encontraba estudiando para un examen que lo tenía sumamente preocupado porque había muchos temas que no entendía. Cuando de improviso recordó la risa de su sobrino Sebastián cuando le contaba sus mejores chistes (de esos que los adultos no entienden, pero los niños le encuentran toda la gracia). El mismo cosquilleo, la misma sorpresa y la misma alegría sintió Matías, cuando una lucecita en el centro de su mano comenzó a brillar. Y creció más aún cuando pensó en cuánto quería a su amiga Natalia.

Y así, poco a poquito, una pequeña luz nacía en la palma de la mano, cada vez que alguien pensaba con cariño en algún ser querido.En un profesor, en mamá, en el guiso de la abuela María, o en los cuentos de la maestra Valentina.

Mientras tanto, el pequeño Lucas decidió guardar su pequeña llamita blanca en la luz de una vela, y con ella iluminar un farolito de papel.

Lo más extraño, o quizás no tanto, fue que a todos se les ocurrió lo mismo y en todas las casas y casitas, farolitos de distintos tamaños y colores comenzaron a brillar. Lucas decidió invitar a su mamá a caminar por las calles oscuras, iluminados por sus llamitas.

Monumentos, escuelas, canchas, calles y esquinas se encontraron iluminados por una interminable hilera de gente con faroles. La niebla que cubría todo, se fue disipando con las pequeñas lucecitas.

Esa noche, la tierra parecía el cielo y los farolitos de niños y niñas brillaron cual estrellas.