Amaya, un niña de 9 años de descendencia aimara, vive en el valle de la Curva Grande, así mismo llamado porque el río corría perezoso haciendo una curva grande en esa región. Allí donde el río engordado por los arroyos que descienden de las montañas, ligeramente saltando sobre las piedras del camino, haciendo cantar cascadas, felices por la carrera cuesta abajo. Alrededor de los arroyos, los árboles se extienden hacia el Cielo, rozando las ramas una contra las otras, proyectando sombras en las piedras redondas de las orillas del río y con las raíces pegadas en la oscuridad de la tierra, agua muy fresca para beber. Allí en el valle de la Curva Grande con sus montañas alrededor, está la ciudad, con la iglesia y su torre alta y la campana, el amplio puente sobre el río y la antigua plaza del mercado.

Amaya (que en lengua aimara significa hijita muy querida) vive con su padre Lariku (espíritu indomable) y junto a su abuela Pakari (luz del amanecer). Una noche de primavera, Amaya despierta en medio de la noche. Las estrellas fulgurantes se cuelan en su habitación a través de las cortinas que danzan con la brisa nocturna. Y una voz parece llamar… Amaya, Amaya.

Descalza y en su camisón blanco, Amaya sale a la galería del rancho y ve la estrella de su madre, Mamita Chask (que en aimara significa estrella). Desde la estrella de mamita Chaska, surge un hilo plateado como tejido a crochet, que llega hasta el corazón de Amaya. Amaya se sabe unida a su madre hasta la eternidad. Y luego el hilo de estrellas describe unas formas maravillosas en el cielo nocturno… AMAYA… 

Ahora Amaya quiere aprender el misterio de esta escritura tan distinta a la que ella conoce. Una escritura que se enlaza y fluye correteando como los peces en el agua o los pájaros en el cielo… Así los seres humanos dejan huella en la tierra, dice abuela Pakari. Yo  quiero dejar mi huella, dice Amaya. Y pasito a pasito va hilando la nueva escritura que le permitirá, además, leer la carta que su mamita Chaska le dejó antes de partir hacia las estrellas…